miércoles, 24 de febrero de 2016

Una respuesta menos y veinte dólares más

El pasado lunes tenía planes.

Tomaría el tren, me iría a Manhattan, tomaría el metro, caminaría un par de cuadras y, por veinte dólares, escucharía que tenía que decir Yoani Sánchez. Le haría, además, una pregunta, y después me regresaría a casa. Una sola pregunta, con una buena respuesta, era todo lo que me compulsaba a abandonar la paz del suburbio y mi tarde-noche de lunes.

El plan tenía varios días de trazado, con la venia -y la coletilla ¿de verás te interesa eso?- de mi esposa; pero los lunes, ¡ay, los lunes!, siempre se entrometen: al llegar esa tarde a la casa, y pensar en una hora en tren, una o dos horas de charla, otro viaje en tren, regresar somnoliento, cansado, con la perspectiva de un martes en la puerta, pues la idea de quedarme en el sofá, viendo en el DVR el último capítulo de The Walking Dead, comenzó a parecerme más y más atractiva.

Cuando al fin la pereza y el lunes me tomaron por asalto, le escribí a una amiga que, ¿sabes qué?, no voy. “Estás viejito...”, me respondió, y yo que no, que los viejitos no ven The Walking Dead, pero algo de razón tenía ella, hiperactiva, casi socialité, que aprovecha hasta la última gota de los zumos que ofrece Manhattan y su vida cultural. Viejito entonces, pues todavía no; apático, en ocasiones; excéptico, por método. Además, era lunes.

“Pero, si quieres, me dices tu pregunta, y yo se la hago...”, me dijo, me escribió, diligente, mi amiga.

De haber ido, y haber escuchado con cortesía la intervención de Yoani Sánchez, y haber esperado mi turno para satisfacer mi curiosidad, mi pregunta, que mi amiga tuvo la amabilidad de formular, hubiera sido, y fue:

Si el mes que viene Raúl Castro decide legalizar el pluripartidismo y convocar a elecciones libres, ¿quién cree Yoani que, de la oposición, puede ser Presidente, vice, quién pudiera estar en una cartera de ministros capaces de armar un programa de gobierno y sacar a Cuba adelante?

¿Puedes mencionar nombres, o grupos cuya agenda vaya más allá de “¡Que se vaya Raúl!”?

“Tú me quieres meter en problemas", me cuenta mi amiga que le respondió Yoani, “Preferiría que fuera alguien del cubano de a pie. Alguien totalmente desconocido que lo único que quiera sea mejorar”, dice que remató.

Mi noche de lunes terminó como muchas otras. Diferente, si acaso, en que me ahorré veinte dólares -cuarenta, pues el tren no es gratis. Y por si fuera poco el capítulo de The Walking Dead, como siempre, estaba interesante.

lunes, 22 de febrero de 2016

Paseo

Abandonamos el suburbio, y emergemos en Manhattan.

Manhattan, histérica. No da tregua, ni segundas oportunidades. El tiempo se contrae, el instante para una foto afortunada es tan breve que no ocurre. Nos tomamos las manos, avanzamos, torpes, importunando la estampida que se avalanza desde pasillos, escaleras, recovecos, y amenaza con arrollarnos.

Nadie observa. Nadie sonríe. Hato de conejos a los que se les acaba el tiempo, celulares en mano, de prisa, de prisa, miran al frente, apremiados por lo invisible. Yo miro; solo veo espaldas que se alejan, confundidas, manos arrastrando maletas, dos policías, un rectángulo de luz blanca, letras rojas, “Allí...”.

Allí, los vendedores hablan una jerga turcómana, impaciente. Vociferan, apremian, la mirada fría, zoco subterráneo, aire estancado de túneles, caverna Penn Station perfumada por treinta tipos de pizzas enormes, feas, crujientes, caras, sabrosas. “¡Next!”, se desespera el jóven de Medio Oriente, o Asia Menor; en Manhattan todos son de alguna parte que no es Manhattan.

Yo quiero retratar a estas personas; a la muchacha que calza botas de vinil y lleva una gorra con la visera erizada de puntas y metal. Al hombre que estudia un mapa del metro y roza con la cabeza el techo del vagón, gigante europeo -los europeos tienen ese aire desvaído que los distingue en esta ciudad chillona-. Y a la walkiria que lo acompaña, por supuesto.

O al anciano tuerto que recita spare change y agita un vaso de cartón frente a mi cara. Spare change, el vaho alcohólico vence por un segundo el miasma de caverna sudada, spare change, “¿Tienes para darle algo?”, el anciano no entiende, pero intuye, spare change, el vaso me hace bizquear. “Sorry, I don´t...”, balbuceo, “96th Street”, dice la computadora, advierten las letras rojas que se deslizan en un lumínico -qué digo deslizan: se precipitan. Todos en el metro deben saber leer, y leer bien- Sorry, sorry, no change to spare, not change at all. “Tanta gente desesperada...”, dice ella, triste.

Eso es lo que pasa cuando te sales del suburbio y te lanzas a chapotear en las entrañas de esta diminuta ciudad descomunal. Te abofetea lo cotidiano. Un viejo tuerto te asusta. No spare change, man. Alguien más allá echa unas monedas en el vaso de cartón, y yo me siento mejor.

96th Street.


Del torrente saltan -saltamos- un grupo de desconocidos; hablamos, reímos. Una española, un austríaco, su hijo políglota; tres señoras, de Barbados, suavidad caribeña que los negros americanos se han perdido de lucir; dominicanos que hablan un excelente inglés y un español de espanto; la hippie diminuta -Manhattan está repleto de hippies, pero nadie se percata de ello, a no ser que venga de un suburbio; un par de cubanos; los niños, mariposas hiperquinéticas.

Después nos vamos, casi con pesar. Fue una buena tarde. El metro se bambolea, cruje, silba, acelera, se detiene, avanza, a un ritmo que no se entiende, pero que funciona. La ciudad nos excreta, escapamos aliviados. El tren, todo parsimonia, es solo para nosotros. Se detiene, minucioso, en estaciones vacías que ni siquiera sabía que existían. La noche cayó, los míos dormitan, el tren los arrulla. 

La voz metálica nos mobiliza, fin del viaje. Regresamos al suburbio, abrazamos la tranquilidad de las calles oscuras. Allá, sobre el agua helada, en el borde más lejano, Manhattan es un espectro insomne e hiperiluminado. Acá, la casa huele a tibio.

viernes, 19 de febrero de 2016

La visita

Siempre pensé que Obama iría a Cuba. En su momento, a posteriori: Barack Obama, el ciudadano.

Pero parece que va el Presidente, en Marzo de este año 2016: la segunda visita de un Presidente estadounidense en activo a un dictador cubano.

….....

La primera, y única visita hasta ahora, había sido la del Presidente Calvin Coolidge, que arribó a La Habana en el USS Texas en Enero de 1928. “(...) big guns boomed salutes and a multitude of people cheered with the enthusiasm born of an intensive Latin nature”, describió el recibimiento una nota del New York Times del 16 de enero de 1928.

El visitado en aquella ocasión fue el Presidente Gerardo Machado, que por esa época estaba determinado a convertir a Cuba en la Suiza de América, y construyó la Carretera Central, el Capitolio, el Hotel Nacional, el Centro Asturiano (actual Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana), el Hotel Presidente, y hasta amplió la Universidad, la cuál cerró posteriormente en medio de la crisis de su segundo mandato.

Machado, General del Ejército Libertador, presidente prolífico, “agua, caminos y escuelas”, asesino de estudiantes, empresario y político que derivó en corrupto y represor, el Asno con Garras de Martinez-Villena.

En 1933, cinco años después de la visita de Coolidge, Machado fue derrocado en un golpe de estado auspiciado por el embajador de los Estados Unidos de América, Sumner Welles. Escapó el General rumbo norte, y terminó sus días en Miami Beach.

Todos los caminos cubanos siempre han parecido conducir a Miami.

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El Presidente Barack Obama visita entonces Cuba, de nuevo a un dictador.

Esta vez, un dictador heredero, menor, improductivo, ineficaz, inepto para cualquier cosa que no sea mantener el poder. Un tipo diferente de dictador del que fue Machado, que solo logró nueve años en la presidencia. Un tipo diferente de dictador, este también general, benjamín de familia de dictadores, familia de gente fea, extraña, tan mediocres que les ha tomado cincuenta y siete años demoler un país, y todavía no terminan.

Pero los Castros le pudieran dar lecciones de supervivencia a Machado. Lecciones de cómo tener suerte y saberla aprovechar. De cómo ser sanguijuela, látigo y tirano. De cómo lograr que el Presidente de los Estados Unidos, resultado de la democracia y el voto de hombres libres, les visite a ellos, dictadores vitalicios, dignificándolos con su presencia. Sufre, Machado constructor, aprendiz de dictador.

Y Obama, pues va a Cuba.

Por lo pronto ya le cantan, desafiantes, los estribillos de la timba: “¡Obama, Obama, vuélvete loco, y ven pa´ la´bana!”. La gente se bambolea, ríe. El timbero suelta una parrafada, “¡´Ta bueno de abuso: cincuenta años jamando soga...!” El timbero se percata de que la frase le salió ambigua, peligrosa, que necesita inmediata enmienda. “¡Abajo el bloqueo!”, remata, prudente, y entra el coro en mi cabeza, “Obama, cojoneeee, dile a Raúl que convoque a eleccioneeee!”

Porque algo así dirá Obama en La Habana. Lo mismo que ha dicho en otros lugares, y que muchos antes que él; que se requiere un cambio en la isla, pluripartidismo, democracia, apertura, respeto a los derechos humanos.

Lo dirá, y va a ser escuchado con amabilidad, e ignorado a conciencia.

Le van a estrechar la mano, le van a mostrar la ridícula Asamblea Nacional, le van a traer un coro de pioneros -quizas hasta le hagan escuchar al timbero cordero- y lo van a pasear por la Habana Vieja. Mientras, lo van a cocer en esas herviduras de hombre nuevo, esas que hablan, escriben y gritan sus ¡viva!, con intensive Latin nature: “¡Obama, Obama, deja esa muela y disfruta la ´bana!”, será el mensaje. Después, un abrazo, le palmearan la espalda y lo enviarán de regreso a la Casa Blanca; perplejo tal vez, burlado de seguro.

…......

La verdad, no tiene sentido práctico esa visita de Obama a Cuba.

El bloqueo, más simbolo que instrumento, es interpuesto por el desgobierno cubano en cada conversación. Eso, a pesar de que ninguna de las partes quiere que desaparezca: es la última pieza que le queda al gobierno americano en su cruzada pro democracia para intercambiar por una hipotética apertura en la isla, y es la última excusa del desgobierno cubano ante su parálisis incurable.

Por su parte el general heredero no va a ceder un ápice de poder, y la razón es simple: no tiene ningún motivo para hacerlo. Al cabo, si han mantenido las riendas por cincuenta y siete años, pues por una simple visita de un Presidente de los Estados Unidos no van a renunciar a gobernar hasta que se culmine el traspaso del gobierno a sus descendientes.

¿Que Obama va a hacer en La Habana un llamado al cambio y al respeto a los derechos humanos? Eso es seguro.

¿Que su discurso va a ser trasmitido en vivo y sin posible censura para los cubanos de la isla? También es una certeza.

¿Que va a ser interpretado, explicado e inculcado como un acto de ingerencia en los asuntos internos cubanos? Es un hecho: pura rutina de mesa redonda y NTV.

La visita fuera relevante si ya hubiera caído -como eventualmente sucederá- el gobierno de Nicolás Maduro, y con ello hubiera desaparecido el petróleo chavista. La mesa de negociaciones tuviera en ese caso otra temperatura, el desgobierno cubano estaría contra la pared, sin opciones.

Pero no es el caso. Todavía.

Por eso la visita es simbólica: un cierre de proyecto, una visita de campo al deshielo que comenzó el Presidente americano, que quiere ver de cerca el agua oscura del totalitarismo y el fracaso. Es algo, si acaso, personal.

…...........

El Presidente Calvin Coolidge visitó a una Cuba atada por la Enmienda Platt, cuya política y economía estaban bajo el control de los Estados Unidos. Casi noventa años después el Presidente Obama visita a una Cuba sin economía, con una política totalitaria y represiva, asfixiada por el control de una familia de tiranos a la cual todavía subsidia Venezuela.

A no ser que la visita de Obama sea para ratificar alguna propuesta de las que se han negociado en la sombra, todo se reducirá al momento histórico, las fotos de rigor, y la comidilla noticiosa que durará un par de días en las primeras planas, y un poco más en las redes sociales de cubanos.

De cualquier manera, pues que le vaya bien en su visita a Barack Obama, el Presidente benefactor; la verdad, ha hecho mucho por terminar el estupido conflicto entre los dos países y, si hay algo que se puede afirmar sin temor a equivocación, es que los cubanos de la isla lo van a extrañar. 

Pero no cuando se marche, dejando a La Habana mareada de euforia, sino cuando ya no esté en la Casa Blanca, y ya no haya quien haga algo por Cuba.

miércoles, 10 de febrero de 2016

¿Quo Vadis, América?

Después de las primarias de New Hampshire, Donald Trump es el favorito de los republicanos, para espanto del Partido Republicano, y Bernie Sanders el de los demócratas, para estupor de los capitalistas.

El magnate Trump tomó por asalto un partido fragmentado, monótono. Con agresiva retórica compulsiva, hurgando con oportunismo y sentido de la oportunidad en las llagas supurantes del chovinismo y el miedo de los blancos de clase media, se abrió paso a codazos, echó a un lado a una docena de candidatos de reconocido pedigree conservador, e izó su bandera de estrella de reality show.

En el camino minimizó a Jeb Bush, que parecía el hombre razonable de los irrazonables; ha mantenido en jaque a Ted Cruz, canadiense-tejano-cubano con una base electoral que debe ser más fuerte en el Bible Belt, entre los evangélicos a los que les encantaría ver en la presidencia de los Estados Unidos -sobre todo después de haber tenido que sufrir a un negro liberal como Presidente- a un hijo de predicador, que predica política e invoca a Dios con frecuencia tal que recuerda a los fieles que se arrodillan de cabeza a La Meca.

También ha superado Trump a Marco Rubio, al cual gobernador Chris Christie, con brutalidad de clase obrera (Christie no deja de recordarme a un orador de sindicato) ha dejado en evidencia, como a un niño azorado al que atrapan con las manos pegajosas de caramelo. O en este caso, con las respuestas precocidas, anotadas en los brazos. Marco Rubio, cuya aparente solidez ahora tiene grietas enormes que le va a costar mucho reparar.

En el otro costado de espectro político Bernie Sanders es el consuelo que les queda a muchos votantes demócratas ante una Hillary Clinton cuya credibilidad y competencia se estremecen bajo el embate del E-mailgate.

Y si bien el fenómeno Trump no es del todo sorprendente -al cabo se sabe que el racismo, la xenofobia y el nacionalismo estadounidenses están justo bajo el milimétrico maquillaje de lo politicamente correcto- la preferencia de una parte del electorado demócrata por un candidato de corte cuasisocialista como Sanders, en este el bastión del capitalismo planetario, es desconcertante.

Donald Trump y Bernie Sanders son los favoritos del día por razones que pueden parecer diferentes en cada caso pero que son, en su conjunto, un síntoma unificado de descontento con el estatus quo. El electorado -o la estadística que aportan Iowa y New Hampshire- de alguna manera está dejando sentir que se rebela ante lo “tradicional” y se lanza a una búsqueda -hay algo de desesperación en ello- de opciones que se apartan del clásico binomio demócrata-republicano.

De acuerdo a ello las preferencias por Trump y Bernie parecen, más que entusiasmo genuino por esos candidatos, un voto de castigo para un republicanismo aguado y para demócratas desabridos.

Se pudiera dar el caso entonces de que lleguemos ante una urna electoral a votar por el menor de los males. Eso es una mala noticia.

Mala noticia para la nación americana, también fragmentada, necesitada de aire fresco en un mundo que se reparte de nueva cuenta entre potencias de nuevo tipo, con Europa retorciéndose bajo la presión de la diversidad étnica y la ola migratoria que la invade, con el planeta bajo el asedio del terrorismo global como nunca antes en la Historia. Los Estados Unidos, por momentos, parecen haber perdido el control del juego mundial, y hay un sentido de urgencia porque lo recupere.

Y lo peor, pienso, no es siquiera la posibilidad -cada vez más real- de ese voto insulso en las elecciones presidenciales: aun si cambiaran las preferencias actuales, y no llegaran Trump y Sanders a las boletas, la incertidumbre acerca del quo vadis de la sociedad y la nación americana seguiría vigente.

Por lo que observo, estamos viviendo una crónica de un proceso electoral que -quisiera equivocarme- no parece llevar a ningún lugar mejor del que ahora estamos.

martes, 9 de febrero de 2016

Like you do




Voy manejando.

Día -¿eso blancogris es el día?- nevando, viento. Frío, mucho frío. No recuerdo adonde iba. Ni siquiera sé a derechas que día fue. Uno de la semana pasada. Y ni siquiera es importante.

Lo importante es lo que escucho, uno de mis ostinatos preferidos.

Doy una voltereta.

Caigo sentado en la orilla de mi camastro.

El cielo detrás de la ventana es azul, blanquecino, cianótico, sofocado por el mediodía espantoso que resblandece el chapapote de las calles y calcina las azoteas erizadas de maltrechas antenas, que se extienden, se confunden, me confundían, me hacían creer hasta no hace tanto -¿qué tanto son unos años en la vida de un adolescente?- que podía viajar a saltos, de azotea en azotea, hasta el Capitolio, aquel espejismo que tiembla tras el sopor de La Habana evaporada; atravesar la ciudad, un trozo de ciudad en realidad, que se antoja enorme pero que es solo un apiñamiento de barrios alrededor de una bahía bella y hedionda.

A saltos, pensaba, que se pudiera escapar de este núcleo urbano, repleto de cemento carcomido, acribillado por gritos de demasiados vecinos y ladridos de perros neuróticos. Del Capitolio a la mar hay un saltico; llegar al agua, dejarme llevar, llegar, conocer que coño era la dobliu no se qué, que debe ser glamorosa, inmensa, un edificio moderno, con clase, tecnología de primera, cosa maravillosa que burla el criminal bloqueo imperialista, a los heróicos guardafronteras, a los insomnes censores, que se infiltra en el tosco y poderoso radio VEF, trayendo consigo al agente Peter Frampton, pam... pam... pam... pam... pampampám. Do you feel like we do?, Do you feel like I do?, pregunta, pregunta; yo no respondo; ni siquiera estoy seguro de lo que dice.

Palmeo mis muslos, flacos, retintos de sol, los ojos enredados en los cables de las antenas, do you feel, ataviado con mi short rojo, con un ribete blanco que se deshilacha, luciendo mi osamenta, sin camisa, sin calor, like we do, atemperado, ciento veinte libras de sano hueso, pampampám.

Doy una voltereta.

El auto frente a mí frena, toma una izquierda, sin avisar la maniobra.

Se atraviesa. Se detiene. Mecagoensumadre, Do you feel like I do? La nieve no ayuda. Los tontos no ayudan. No son suicidas. Homicidas, si acaso. Hideputas de seguro. No se puede frenar. “Hijo, ni en la nieve, ni en la autopista, ni en las curvas se frena”, escucho otra vez el sermón cantarino del hombrecillo que maneja como un iluminado y me inicia en los secretos de la carretera, “muchos años manejando trailers en la montaña, mi´jo, a huevo”. Reduzco a tercera, a segunda, paso por la derecha, tan cerca que pudiera tocar el carro del idiota. La nieve fangosa crepita allá abajo. El auto que me sigue se espanta, vocifera la bocina, frena, se ladea. Baja el vidrio, Fuck you, moron; No, fuck you, replica el idiota. Do you feel like we do?, pampampám.

Doy una voltereta.

Es la versión larga. Jam, brother. Como quince minutos, asere. Como si Frampton no quisiera que se acabara nunca. Como la obertura de Guillermo Tell; el de Rossini, no el de Carlos Varela. Que regresa, una y otra vez, al grand finale, un minuto entero de volteretas da Rossini, que tampoco quiere que se acabe su obra maestra. Cosas de clásicos, bro; jam, o escriben un minuto de música que dura una eternidad.

Pampampám. La gente grita, aplaude, ovaciona. Enciendo un Popular. El humo azul escapa por la ventana, se mezcla con el aire ardiente de allá afuera. Un salivazo de nieve empapa el vidrio y desaparece arrastrado por el limpiaparabrisas. Le bajo el volumen al VEF, Classic Vinyl en Sirius XM. Me recuesto en la cama. Tomo un libro. La dobliu nos penetra ahora con ágiles comerciales, en inglés, que no entiendo. Cambio a CoffeeHouse. El eco de Peter Frampton se me arremolina tras la frente. Pampampám. Cierro el libro y miro al techo. Me bajo de carro.

Y decido que voy a escribir. About how do I, Peter, feel like you do.


jueves, 4 de febrero de 2016

Regetón, rating y la bobería

Una amiga me envía un video. “Ni sé quién es este, pero parece que es famoso por allá. Estamos perdidos”, es la nota que acompaña al enlace.

Allá” quiere decir los Estados Unidos, pues mi amiga vive en Europa. “Allá” es Miami, pues “acá” tales cosas se diluyen a tal punto que ni la red social las salva.

Maskvá slzam nie verí”, es el título de aquella película soviética que se apartó de las recurrentes historias sobre la Gran Guerra Patria y contó un simple relato urbano que, por diferente, trascendió. Moscú no cree en lágrimas entonces, pero Nueva York no cree ni en lágrimas, ni en Moscú, ni en La Habana, ni en nada ni nadie, para el caso.

Y no definitivamente en un regetonero, cubierto de tatuajes de mal gusto, con sombrerito rumbero y lentes de sol, que es del Cerro, que compró tamaña casa en 41 y 52, va a trabajar en su carro, canta en Europa y en provincias, y que dice que es babalao. Como se dice por “acá”, the whole package.

Nada diferencia, sin embargo, a este muchachón de todos los que han visitado Miami antes que él, y de los que vendrán después; vienen a por dinero, que está aquí y no en provincias ni en Europa.

No tiene nada interesante que decir el entrevistado -a no ser para los que gustan de su “música” e imágen-, pero de alguna manera aterriza frente a las cámaras de una televisora de “allá”, flanqueado por Boncó, y donde unos entrevistadores panamericanos tratan, insisten, persisten, en que el regetonero, que ya tiene carro, casa en Buenavista, fama provincial y dinero para tatuarse, diga que en Cuba la cosa está mala; que hable sobre la represión, sobre las Damas de Blanco; que diga, repita, por el bien del rating, lo que todos saben. Que diga que aquello es una mierda. "Pínchalo, coño, pincha a aquello". “Aquello”, que le da de comer.

Vamos a dejar entonces al regetonero a su suerte. Al parecer, sabe qué no puede decir, y a eso se ciñe.

Mejor vamos a examinar de cerca estos asalariados del espectáculo. De tener oportunidad me gustaría preguntarles qué creen de su programa, qué creen de su televisora, qué creen de su propio nivel profesional; si han visto sus caras de jauría hambreada, si practican esos acusadores gestos de jueces infalibles, si es auténtica esa ira de gente pura .

Me gustaría hacerle tales preguntas, a ver si se atreven a decir que todo eso -el programa, la televisora y su “entrevista”- es una porquería. “Allá”,“acá” y “acullá”.

No es moral ni decente pedirle a alguien que se inmole.

Ni a Elaine Díaz con su proyecto de reportajes sobre desgracias y desgraciados, ni a un regetonero que quiere vivir su casa y manejar su carro, ni a quienes no escriben lo que hay que escribir, ni a los que callan cuando se les pregunta.

Ni siquiera a esos, que en aras de un rating, pierden un tiempo precioso, que pudieran dedicar a entrevistar a sus productores y reclamarles por qué no están, todos, en la frontera del El Paso, Laredo, en Ciudad Hidalgo o Tapachula, siguiendo los azares de los cubanos que llegan a oleadas, rastreando las rutas de los traficantes, entrevistando a las Maras, a los coyotes, a la Policía Federal Mexicana.

No estamos perdidos”, le respondería a mi amiga. No si alguna vez vemos a esos trabajadores del espectáculo -como hicieran los buenos reporteros y entrevistadores- tratar, insistir, persistir, preguntar a todos esos actores de nuestro drama étnico, y no a un regetonero ocasional, qué les parece “esto”, y no “aquello”.

lunes, 1 de febrero de 2016

Deberes de invierno

Uno va aprendiendo rutinas.

Subir los limpiaparabrisas antes de la nevada y la helada, por ejemplo, para que no se queden adheridos al parabrisas.

O quitar de encima del carro la nieve, mientras está todavía fresca, fácil de mover. De dejarla, puede compactarse, aferrarse a la carrocería, y al tratar de desprenderla se puede dañar la pintura.

También hay que lavar el carro lo más pronto posible, y más de una vez: la sal que usan para derretir la nieve en las calles es corrosiva, y oxida el metal de la carrocería y el motor.

Hay quien disfruta lavar un carro. Yo no.

Una vez lo hice; lavé mi primer carro, una mañana de un sábado, o de un domingo; terminé sudado, la ropa mojada, y el auto ni siquiera se notaba muy diferente después del lavado: era un Ford Topaz, que había visto sus mejores momentos hacía diez o doce años atrás; la pintura ya estaba opaca, descascarada en algunos lugares, la tapicería desgarrada, y le faltaba la palanca de las luces direccionales.

Pero fue mi primer carrito, con el que aprendí a manejar, al que le reparé el motor un par de veces, en el que invertí casi lo mismo que me costó, y que vendí un año después por cién dólares menos del precio al que lo había comprado. El “síndrome del primer carro”, llamo a ese insensato afecto por ese el primer carro, que nos lleva a gastar dinero y esfuerzo en algo que no lo amerita. Quizás alguien sepa de lo que hablo.

Unos días después, para mi suerte, un conocido me ofreció, por una suma módica, lavar aquel deslucido Ford, y hasta encerarlo. Fue esa quizás una de mis primeras interacciones con la simpleza de “Usted vende-yo pago”, esa maravilla que hace funcionar el comercio, el mercado y el capitalismo. No a las gratuidades indebidas, decía el regalador en jefe, que nunca se aplicó la máxima a conciencia.

A partir de entonces, cuando encontré que alguien podía proveer el servicio que yo necesitaba, y que yo podía pagar por ese servicio -hace ya unos dieciocho años de ello- nunca más he lavado el carro de turno.

Como decía, uno va aprendiendo rutinas.

Ayer llevé entonces a lavar el carro de mi esposa, y hoy en la mañana llevé el mío.

La nevada, el deshielo, la sal, y el fango citadino los había cubierto con una capa de áspera suciedad que urgía eliminar. Y yo, animal de costumbre y conveniencias, siempre los llevo a lavar al mismo lugar, donde la gente me cae bien, el servicio es aceptablemente bueno, donde después de diez lavadas te regalan una, y donde dos grupos de hispanos, uno a la entrada del tándem de lavado, y otro a la salida, se encargan de secar, limpiar y dejar los carros en no impecable pero sí buena apariencia.

Trabajan esas personas bajo el calor agobiante de los mediodías de verano, y en el frío terrible de los días ventosos de invierno; sábados, domingos, desde que amanece hasta que oscurece, empapados, chapoteando en charcos oscuros, trapos mugrientos en las manos rojizas, irritadas por el agua helada y los productos de limpieza. Trabajan, supongo, por un salario fijo, mínimo; trabajan ahí porque, tal vez, no tienen otra posibilidad; pero sobre todo trabajan por la propina, que apenas compensa ese salario tan mínimo como insuficiente.

En eso pensaba -siempre lo pienso, cada vez que voy- mientras observaba a algunos clientes que también esperaban a que sus autos estuvieran limpios y flamantes. “Siempre parecen los mismos...”, me dije, esos que esperan: enfundados en ropas deportivas, espejuelos de sol que disimulan los párpados hinchados, gorras para cubrir el cabello desarreglado por la almohada, en la mano un vaso de Starbuck con alguno de esos menjunjes que apenas son café.

Alternan su atención entre sus teléfonos y los movimientos de la tribu que se arremolina dentro y fuera de sus autos. Nadie conversa. Solo esperan, con paciente impaciencia, la señal de partida. “¡Rédi!”, repite cada vez uno de los empleados, mientras señala hacia el carro en cuestión. La viveza del grupo de lavacarros contrasta con la abulia de los que los observamos. Hablan en español, con acentos de toda América -a bunch of spanish guys, sería la descripción equivalente que brindaría alguno de los otros clientes, que solo deben escuchar un parlotear del que no entienden ni una palabra.

Yo sí entiendo. Hablan sobre fútbol; sobre alguien que hizo algo que no alcanzo a saber si es bueno o malo; sobre otro que hoy no vino a trabajar. Conversan, sin alterar la coreografía que los lleva de un carro a otro. En el grupo hay tres mujeres. Dos son muy jóvenes, otra debe rebasar la treintena; secan los vidrios, enjuagan trapos, llevan y traen alfombrillas. En silencio. A veces una mirada a los que esperamos, furtiva, sin sonrisas. Indiferentes.

Los clientes se suben a sus autos (“¡Rédi!”) y se marchan. Una señora diminuta, que viste unos abigarrados pantalones de licra, muy ajustados, y que calza unas botas UGG con reborde de lana, deposita un par de dólares en un recipiente que allí tienen para las propinas. Su carro es un VW descapotable -carro poco práctico donde los haya, pero que al menos en verano debe ser divertido-

El señor “¡Rédi!” conversa con el dueño del lava-autos, y por eso olvida avisarme que mi carro está listo. Sé que es el dueño porque hemos hablado alguna vez; pero para cualquier otra persona puede pasar por un americano venido a menos, que necesita lavar carros para vivir -también los he visto por aquí.

El hombre viste jeans, zapatos impermeables, percudidos, parecidos a los que hoy uso, y un suéter con capucha. Lleva un trapo en cada mano, y va de auto en auto rectificando detalles que se le hayan podido escapar a sus empleados. No me saluda pues no mira en mi dirección, y yo no lo interrumpo; el día es frenético: muchos clientes hoy, cumpliendo uno de los deberes del invierno.

Nadie me presta atención. Antes de subirme a mi carro dejo caer unos billetes en el recipiente de las propinas. No es obligatorio hacerlo, claro. De hecho solo la señora diminuta del VW lo había hecho en el tiempo que llevo esperando por mi carro.

No es obligatorio.

Pero si no puedo dejar algo de propina, debo lavar yo mismo mi carro. Vamos, que hay deberes de invierno, como esto de evitar que el auto se dañe; hay otros, más simples, que no son de temporada.