jueves, 8 de septiembre de 2016

Red social

De tanto ir y venir, ya la familia no necesita casi nada de los enseres básicos, mucho menos de los superfluos.

Le regalamos entonces por su cumpleaños al suegro, hombre anti tecnología por crianza, indiferencia y simpleza, un teléfono celular: un Blu, desbloqueado, que se dice diseñado en Miami, fabricado en China, destinado al mercado latinoamericano, y que va a ser usado en lo adelante para breves conversaciones entre Cuba y Nueva York.

Y resulta que, como si fuera poco el adelanto, este teléfono Blu (Bold Like Us, dice que significa el acrónimo) es uno de estos aparatos llamados “inteligentes”.

Aún no tiene asignado un número -de eso se encargará ETECSA que, a cambio de moderada suma, le suministrará además un miserable plan de llamadas- pero el WiFi de nuestra casa ya le permite conectarse al mundo virtual cuya existencia, hasta ahora, mi suegro ignoraba.

Es decir que, mucho antes de marcar su primer número en su flamante teléfono, el suegro ya puede navegar por internet, hacer videollamadas por Skype, enviar/recibir mensajes, ver fotos de niños con cáncer, manipular aplicaciones tan inútiles como entretenidas, asombrarse de toda la irreverencia que hay más allá del NTV y el Granma. Ya inclina la cabeza hacia la pantalla esclavizante, como hacemos todos, hacia lo que ofrece la red: porno, noticias, deporte, política; el mundo ilustrado, explicado, a gritos y en colores; la libertad en la palma de la mano, el planeta bajo la yema del dedo.

Facebook también, por supuesto.

Inmediatamente después que el eficiente servicio de Amazon entregara el paquete en nuestra casa, mi esposa inició a mi suegro en la red social. Le creó una cuenta; le explicó, grosso modo, de qué se trataba el asunto. “La gente en comunicación, papá”, le dijo, “Gratis, rápido: ¡la modernidá!”, sonrió mientras mi suegro la miraba con velada perplejidá.

Pero, contra todo pronóstico, el hombre se apropió agilmente de la novedad; no en balde las redes sociales tienen diseños que apelan a la intuición. Está el suegro, entonces, en la red, y en Facebook.

“Oye, esta gente está loca...”, me dice ayer, y me muestra un video que un sobrino ha colgado, video que evito mirar, y donde una mujer le propina garrotazos a otra que está postrada en una silla de ruedas. “Y ayer puso otro, mira, esta mujer, pegándole a un niño...”, añade y me mira, con expresión casi culpable, asombrado. “Esta gente está loca pa´ la pinga...”, concluye, con un muy inusual exabrupto en un hombre que destaca por su decencia.

La gente loca a la que se refiere no son solo los protagonistas de los videos: aunque no lo diga explícitamente, aunque no lo admita en voz alta, los locos son también sus recién adquiridos contactos virtuales: la familia y los amigos con los que se ha tratado toda la vida y a los que, en el mundo virtual, ahora apenas reconoce.

Son la gente de siempre, que de repente parece preferir el morbo, la invocación religiosa, las cadenas de información falsa e insensata, los desastres de todo tipo, los clichés, los chistes de mal gusto, los memes más pedestres. “No escriben nada, solo ponen esas cosas...”, se asombra el suegro, y mira de nuevo a la pantalla, como dudando si esos nombres que ve en el pequeño rectángulo del teléfono, nombres tan familiares, sean realmente las personas que él conoce, y no unos impostores.

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Mi Facebook sintético me salva de buena parte de ese fenómeno. Vamos: puedo con total tranquilidad eliminar de mis contactos, sin que ello represente una ruptura familiar o una amistad quebrantada, a quien publique algo que no me agrade. Ya lo he hecho, y se siente como librarse de un estreñimiento.

Por otra parte, me doy el lujo de leer a personas interesantes, de hacer nuevas amistades, muchas de ellas ratificadas en el mundo exterior, y tan solo por ello valen la pena Facebook y mi duplicidad.

Facebook, que en su sugerencia explícita de aceptar o no a alguien en nuestro entorno virtual, nos da la solución: a la familia uno no la escoge, pero a los amigos sí. De tal manera mi suegro, y la mayoría de las personas que conozco, están condenadas a seguir en la red social una versión gráfica de su vida cotidiana. Yo, privilegiado, instalado en el ser o no ser, me procuro voluntariamente un status de fantasía para que mi vida real, la otra, no sea tan cotidiana.

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Así es entonces que, gracias al regalo recibido, nuestro nuevo elemento en la rutina diaria, además de tomar café recién colado a las cuatro, o sentarnos a la sombra, en el patio, a repetirnos historias, es la pregunta, siempre esperanzada de buenas noticias, con la que me recibe el suegro en las tardes: “Y entonces, ¿qué se dice en las redes?”

Yo, pues le cuento; él, deslumbrado y triste, atrapado por la impericia en la navegación digital, me muestra en su Facebook videos de venezolanos asaltando supermercados vacíos, disidentes protestando en La Habana, y un meme que se burla de Raúl Castro.

Nos va a extrañar el suegro cuando regrese a su vida habanera. Va a extrañar al nieto, sus tardes en el parque, y el café de las cuatro. También es posible que ahora, con más información, mire con otros ojos a sus amigos y familiares que tan extraño se comportan en el mundo virtual. Tal vez hasta intente deslumbrarlos, contándoles todas esas historias censuradas y nunca vistas en Cuba.

Sin embargo, a fuerza de repetirlas, la indiferencia terminará por tomar por asalto al asombro. Condenado entonces otra vez a Granma y NTV, solo le quedará a mi suegro la nostalgia por la familia lejana, un teléfono ciego, y una nueva carencia: la red social.  

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